Las relaciones cubano-norteamericanas en tiempos de pandemia: un laberinto complejo e incierto.[1]

Carlos Alzugaray
22 min readMay 6, 2021

Por Carlos Alzugaray Treto, Ensayista y analista político cubano.[2]

http://library.fes.de/pdf-files/bueros/uruguay/17821-20210504.pdf

Las relaciones entre Cuba y Estados Unidos pasan por uno de los períodos más problemáticos e indefinidos que se han vivido en fecha reciente. En esta relación asimétrica pero paradójica, podría suponerse que sería Joe Biden quien tuviera mayor margen de maniobra para trazar una política racional que combinara valores e intereses y que la acometiera con decisión, como lo hicieron sus dos predecesores, Barack Obama y Donald Trump, aunque es cierto que en direcciones opuestas. Sin embargo, no ha sido así.

Quizás convenga recordar que la anterior administración demócrata de 2009–2017, de la cual formaron parte Biden y sus colaboradores, abandonó paulatinamente la fallida política de “cambio de régimen por coerción” que había prevalecido casi ininterrumpidamente desde 1959. La fue sustituyendo primero por un deshielo y después por una de “comprometimiento” (o engagement en inglés). Según se ha podido saber, en el 2013 Barack Obama propuso y Raúl Castro, entonces presidente, aceptó iniciar negociaciones secretas que resultaron en el histórico acuerdo del 17 de diciembre del 2014 en el cual ambos gobiernos iniciaron la normalización de sus relaciones comenzando por el restablecimiento de las diplomáticas.

En un período de dos años este acercamiento tuvo como puntos culminantes la retirada de Cuba de la “lista de estados promotores del terrorismo” del Departamento de Estado; el restablecimiento de relaciones diplomáticas y la reapertura de embajadas; y la visita de Barack Obama a la Habana.

Paralelamente, Obama fue emitiendo órdenes presidenciales que permitieron expandir considerablemente los viajes de norteamericanos a Cuba bajo rubros no asociados con el turismo. Se establecieron vuelos regulares y se autorizaron los cruceros. Sin embargo, el mandatario no pudo lograr que el Congreso levantara el bloqueo o embargo.

Las decisiones tomadas por Raúl Castro y Barack Obama en el 2014 posibilitaron la asistencia de ambos a la Cumbre de las Américas de Panamá en abril del 2015, poniendo fin a una larga desavenencia entre Estados Unidos y sus vecinos de la región alrededor del tema de Cuba. También fue notable la reacción favorable de la comunidad internacional ante estos acontecimientos.

Es importante recalcar que la política de Obama estaba basada en una apreciación nada coyuntural que compartía con decenas de especialistas y asesores: la política hacia Cuba es un producto de la Guerra Fría; está desfasada; ha fracasado; y, por tanto, hay que actualizarla.

Contrario a la exagerada pretensión de que “Obama lo dio todo y no obtuvo nada”, en esta negociación el gobierno cubano no logró avances sustanciales ni mucho menos soluciones definitivas a sus dos demandas principales (levantamiento incondicional del bloqueo e inicio de una negociación para la retirada norteamericana de la Base Naval de Guantánamo).

Un factor irritante para algunos funcionarios cubanos fue que Washington tampoco accedió a eliminar algunas iniciativas que están claramente diseñadas para subvertir al gobierno cubano y que tienen sus defensores y beneficiarios en grupos de emigrados históricos en Florida. Se trata ante todo del sistema de transmisiones radiales y televisivas hacia Cuba y del financiamiento de grupos injerencistas dedicados a fomentar acciones que conduzcan a un estallido social en la Isla. Ello motivó serias aprehensiones sobre los verdaderos objetivos de la política de acercamiento de Obama, que un asesor de Biden ha calificado de “comprometimiento subversivo”.

Transcurridos los primeros 100 días, resulta incongruente y envía un mensaje ambiguo a todos los actores interesados, pero en especial al gobierno cubano, que a pesar de estos antecedentes ocurridos cuando Joe Biden fue vicepresidente, ni la Casa Blanca ni el Departamento de Estado se decidan a anunciar y ni siquiera a ofrecer un atisbo de lo que será la política de la nueva administración hacia Cuba, sobre todo porque las sanciones y medidas coercitivas de los 4 años precedentes han dejado las relaciones en el estado de mayor deterioro desde el fin de la Guerra Fría.

La administración republicana no sólo revirtió todos los avances logrados bajo los dos años de vigencia del acuerdo, paralizando los intercambios diplomáticos entre ambas capitales, sino que se dedicó de forma coactiva e implacable a imponer sanciones todavía más abarcadoras y rígidas incluso después de desencadenada la pandemia. En varios terrenos fue más lejos que las anteriores. Por ejemplo, cesó de suspender el título III de la Ley Helms Burton, que codificó las sanciones unilaterales contra Cuba. Esa suspensión fue el resultado de un acuerdo entre el Ejecutivo y el Congreso adoptado cuando Bill Clinton aceptó no vetar esa legislación en 1996 y fue aplicado desde entonces por todas las administraciones, demócratas y republicanas.

Aunque no rompió las relaciones diplomáticas, volvió a la práctica de usar la representación en Cuba para interferir agresivamente en los asuntos internos de ese país. Adicionalmente, utilizó un oscuro y aún no esclarecido incidente por alegadas afectaciones auditivas contra sus funcionarios en la Habana para reducir el personal de las embajadas y cerrar las secciones consulares, lo que impide el funcionamiento e implementación de los acuerdos migratorios entre ambos países. Finalmente, y ya en los días previos a la toma de posesión de Biden, el Departamento de Estado, volvió a incluir a Cuba en su “lista de estados promotores del terrorismo”, una acción que especialistas en el tema consideran improcedente.

Esa es la política hacia Cuba que Joe Biden heredó de su predecesor y que hasta ahora no ha modificado, si bien no la ha agudizado. Es una política similar a la de otros presidentes republicanos y está demostrado hasta la saciedad que no logra su objetivo. Por oposición tiene sobre la mesa la posibilidad de volver a la que elaboró su anterior superior que nunca pudo despegar apropiadamente.

Lo que queda claro de diferentes declaraciones públicas a nivel de los voceros de la Casa Blanca y del Departamento de Estado es que la política hacia Cuba está siendo revisada pero que no es una prioridad terminar esa revisión. Se agrega que la política resultante estará basada en principios tales como “la defensa de los derechos humanos”, y el “empoderamiento del pueblo cubano” y que “los mejores embajadores de Estados Unidos son los ciudadanos norteamericanos y cubanoamericanos”. El director de América Latina y el Caribe en el Consejo de Seguridad Nacional, Juan González, quien, ha ido un poco más lejos: ha dicho que eventualmente se volverá a cierto comprometimiento con Cuba pero que Biden no tiene la misma visión que Obama y que las condiciones han cambiado. O sea, no la sacó del laberinto incierto y confuso en que se encuentra.

Resulta paradójica está ambigüedad si se tiene en cuenta que en reiterados pronunciamientos públicos y en los debates presidenciales, el entonces candidato Joe Biden, y su compañera de fórmula, la vicepresidenta Kamala Harris, habían anunciado como un objetivo prioritario revertir las que consideraban políticas exteriores perjudiciales. Ello indujo a que muchos observadores consideraran que la vuelta al “comprometimiento para la normalización” con Cuba sería la más sencilla y menos controversial movida diplomática y serviría a Biden para mostrar al mundo la imagen de cambio en Washington.

El mensaje que está emitiendo la administración induce a pensar que hay una parálisis producto de que no se sabe qué hacer o hay conflictos a su interior. Y al no cambiar nada, permite a los críticos decir que la política de Biden es una continuación de la anterior, aunque es dudoso que esa sea la intención.

Mientras tanto, en Cuba, a pesar de los enormes desafíos que enfrenta el gobierno, se vienen materializando cambios tanto en el campo económico como en el político. Ello indica que el país no está suspendido en el tiempo esperando una nueva política norteamericana que revierta los nocivos efectos del recrudecimiento de las medidas coercitivas unilaterales de los últimos 4 años, particularmente en tiempos de pandemia.

Acaba de celebrarse el VIII Congreso del Partido Comunista de Cuba cuya hegemonía sobre el gobierno es bien conocida. El Congreso refrendó y dio un salto adelante en dos transformaciones, una económica y otra política. No son nuevas. Se vienen produciendo desde 2008–2011, pero se han acelerado recientemente.

Desde el punto de vista económico, el cónclave ratificó el proceso de reformas aprobado en el VI (2011) y VII (2016) congresos, que tienen por objetivo descentralizar la economía estatal y promover el desarrollo del sector privado. Lo ha hecho en medio de circunstancias muy difíciles a causa de la pandemia y de los retrasos en la reforma, pero en condiciones más propicias debido a que unos meses antes comenzó la unificación monetaria y de tasas de cambio, tema que bajo el nombre de “Ordenamiento” la mayor parte de los economistas consideran imprescindible. Entre los aspectos que va a tener relevancia está el fomento a las inversiones extranjeras, incluyendo en ellas las de ciudadanos cubanoamericanos, que el gobierno ha enfatizado espera impulsar.

En el plano político lo más importante ha sido la retirada definitiva de Raúl Castro del último cargo formal que ostentaba, el de Primer Secretario del Comité Central, y junto con él de otros altos dirigentes de la llamada “generación histórica”. Lo reemplazó, tal y como estaba previsto, Miguel Díaz Canel, quien ya venía desempeñándose como Jefe de Estado. Aunque es temprano para determinar una tendencia definitiva, la designación de de dirigentes más jóvenes que indudablemente responderán al nuevo líder máximo partidista; el acceso a las más altas jerarquías del PCC de personas con amplia experiencia en el sector empresarial — el Primer Ministro y el Presidente del Grupo de Administración de Empresas (GAE — el conglomerado de negocios dirigidos por militares en funciones o retirados) — hacen pensar que se impondrá una tendencia ya presente en los últimos meses: la precedencia del pragmatismo económico por delante de la rigidez ideológica.

Pero la situación económica es crítica, agudizada por varios factores: la ofensiva de medidas coercitivas unilaterales lanzada por la anterior administración norteamericana; la pandemia; errores de distinto tipo, pero sobre todo de implementación, en el proceso de reformas económicas; y la crisis venezolana.

Al grave escenario económico que ha puesto en tensión al país y se agudiza con la pandemia, se han sumado situaciones conflictivas que tienen su origen en el campo de la cultura pero que amenazan con propagarse, si los medios oficiales continúan manejándolo como hasta ahora. Tienen que ver con el surgimiento y desarrollo de dos movimientos contestatarios pero distintos, el Movimiento San Isidro y el Movimiento 27N. Ninguno de los dos constituye, al momento de escribir estas líneas, una alternativa de poder viable. Tampoco amenazan por si mismos la autoridad institucional.

Estos movimientos han tenido una exagerada caja de resonancia y estímulo en sectores de la emigración, particularmente en la ciudad de Miami, donde avanzó el trumpismo, como versión extrema del partido republicano entre expatriados cubanos recientes. El gobierno puede haber contribuido a una imagen desproporcionada de lo que representan, utilizando preferentemente métodos represivos, en algunos casos ignorando las garantías procesales contenidas en la nueva Constitución del 2019, o utilizando tácticas de linchamiento mediático extremo. Habría que añadir que se mantiene el rechazo y acoso a medios de comunicación que no son controlados por el aparato ideológico del partido, aunque esta política pudiera cambiar en un futuro a juzgar por declaraciones de más jóvenes “cuadros” inducidos a la dirección partidista en el Congreso.

Este tema está vinculado, a veces de manera artificial, con otro que tiene más importancia y que el gobierno cubano ha sido lento en atender. La necesidad de continuar ampliando los derechos y beneficios de una emigración que sigue creciendo. Ya en el 2013–2015 se produjeron sustanciales reformas y el gobierno había anunciado la convocatoria a una conferencia sobre “La Nación y su Emigración para abril del 2020”. La pandemia la impidió. La evolución de las actitudes de los emigrados recientes es de mayor hostilidad hacia el gobierno cubano y de simpatías por el presidente Trump, pero no está claro si es algo sostenible ni si ello se debe a acciones de la Habana o a una política de cobertura total que desarrolló el partido republicano durante las elecciones de noviembre del 2020.

Sin embargo, algunas organizaciones de empresarios cubanoamericanos más consolidadas en la comunidad, como el Cuba Study Group, han venido insistiendo en que debe volverse a la política de Obama. Estos llamados están teniendo un eco favorable en Cuba, pero aún no es evidente el impacto sobre la administración.

Pero la prioridad principal del gobierno cubano, como la de casi todos, es lograr la superación de la pandemia. El caso de Cuba es peculiar. Gracias a la fortaleza de su sistema de salud, aún con sus deficiencias, y del desarrollo de su industria farmacéutica y biotecnológica, no sólo ha mantenido bajos los niveles de contagio, sino que ha desarrollado 5 candidatos vacunales. Esto le permite proponerse vacunar a toda la población en un período corto de tiempo. No obstante, la vulnerabilidad de su sistema productivo representa un desafío que le urge superar y lo tendrá que hacer sea cual sea la política norteamericana.

Hay dos estrategias cubanas que pueden impactar en un sentido u otro sobre las decisiones de Biden y las dos están vinculadas entre sí. Por un lado, el liderazgo ha aprovechado el Congreso para enfatizar su respaldo al presidente Nicolás Maduro en Venezuela. Por otro, tanto antes como después del cónclave se produjeron iniciativas de acercamiento entre Cuba y Rusia. Para los especialistas no cabe ninguna duda que el concierto venezolano-cubano-ruso en plena Cuenca del Caribe es un abierto desafío geopolítico a Washington.

Por otra parte, a pesar de todas las campañas de la anterior administración, la diplomacia cubana sigue jugando al duro, como siempre lo ha hecho, para no quedar aislada, ni siquiera en el hemisferio, donde ahora prevalecen gobiernos de derechas, pero en la cual las izquierdas no han perdido vigencia. El impacto de la pandemia en América Latina y el Caribe augura que se avecinan tiempos turbulentos y en esas condiciones el conflicto entre Cuba y Estados Unidos perjudicaría las posibilidades de Washington de mejorar su imagen, muy deteriorada por el intento de Trump de reavivar la doctrina de Monroe.

Las reacciones a escala global permiten avizorar que Estados Unidos continuará siendo criticado hasta por sus aliados si no regresa a una política de comprometimiento como la de Obama.

La ambigüedad e indecisión de Biden en este caso puede hundir su política hacia Cuba todavía más en el complejo e incierto laberinto de la política doméstica, particularmente en el sur de la Florida, aunque también en Nueva Jersey, cuyo Senador Senior, el demócrata Bob Menéndez, es partidario de una política dura hacia Cuba y preside el Comité de Relaciones Exteriores del Senado. La experiencia dice que los presidentes demócratas que no actúan decisivamente y con un claro liderazgo corren el riesgo de perder la iniciativa. Siempre aparecerán en el congreso y en la Florida quienes usarán la política hacia Cuba con fines electoralistas, como hizo Donald Trump. Los que pierden en ese proceso son por lo general los auténticos intereses norteamericanos. Así lo recordó alguna vez un predecesor de Biden, Bill Clinton. La otra cara de la moneda es el manejo que le dio al asunto Barack Obama, quien ganó las elecciones y la Florida dos veces a pesar de que no ocultó su voluntad de buscar una política de comprometimiento con Cuba.

El gobierno cubano ha reiterado por boca del saliente Raúl Castro, del nuevo máximo dirigente Miguel Díaz Canel, y del Director General de Estados Unidos de la Cancillería cubana, Carlos Fernández de Cossío, que está en disposición de retornar al camino de la normalización pero que no está apurado. Corresponde a Estados Unidos dar el primer paso y tendría que comenzar por medidas tan importantes como reabrir el Consulado en la Habana y retirar a Cuba de la “lista de estados promotores del terrorismo”.

Cuando finalmente Biden decida qué hará con las agresivas medidas de Trump y qué partes de la política de Obama desea rescatar, se encontrará un nuevo interlocutor cubano en proceso de consolidación y quizás no propenso a una negociación tan exitosa como fue la de 2013–2016. Miguel Díaz Canel y sus colaboradores son más jóvenes y no querrán ser percibidos como más débiles. “Somos continuidad” es su mandato de referencia y ello podría incluir rigidez e intransigencia negociadoras.

Para usar una metáfora utilizada recientemente por el propio Raúl Castro: el tren ya está en movimiento. Si Biden se demora en salir del laberinto, puede encontrarse con una situación mucho más compleja y no necesariamente más favorable a sus objetivos.

[1] Texto escrito para el programa Toma de partido de la Fundación Friedrich Ebert (FES).

[2] La Habana, 1943. Doctor en Ciencias Históricas, Embajador retirado, Profesor Titular de la Universidad de la Habana, presidente de la Sección de Literatura Histórico Social de la Asociación de Escritores de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

Las relaciones entre Cuba y Estados Unidos pasan por uno de los períodos más problemáticos e indefinidos que se han vivido en fecha reciente. En esta relación asimétrica pero paradójica, podría suponerse que sería Joe Biden quien tuviera mayor margen de maniobra para trazar una política racional que combinara valores e intereses y que la acometiera con decisión, como lo hicieron sus dos predecesores, Barack Obama y Donald Trump, aunque es cierto que en direcciones opuestas. Sin embargo, no ha sido así.

Quizás convenga recordar que la anterior administración demócrata de 2009–2017, de la cual formaron parte Biden y sus colaboradores, abandonó paulatinamente la fallida política de “cambio de régimen por coerción” que había prevalecido casi ininterrumpidamente desde 1959. La fue sustituyendo primero por un deshielo y después por una de “comprometimiento” (o engagement en inglés). Según se ha podido saber, en el 2013 Barack Obama propuso y Raúl Castro, entonces presidente, aceptó iniciar negociaciones secretas que resultaron en el histórico acuerdo del 17 de diciembre del 2014 en el cual ambos gobiernos iniciaron la normalización de sus relaciones comenzando por el restablecimiento de las diplomáticas.

En un período de dos años este acercamiento tuvo como puntos culminantes la retirada de Cuba de la “lista de estados promotores del terrorismo” del Departamento de Estado; el restablecimiento de relaciones diplomáticas y la reapertura de embajadas; y la visita de Barack Obama a la Habana.

Paralelamente, Obama fue emitiendo órdenes presidenciales que permitieron expandir considerablemente los viajes de norteamericanos a Cuba bajo rubros no asociados con el turismo. Se establecieron vuelos regulares y se autorizaron los cruceros. Sin embargo, el mandatario no pudo lograr que el Congreso levantara el bloqueo o embargo.

Las decisiones tomadas por Raúl Castro y Barack Obama en el 2014 posibilitaron la asistencia de ambos a la Cumbre de las Américas de Panamá en abril del 2015, poniendo fin a una larga desavenencia entre Estados Unidos y sus vecinos de la región alrededor del tema de Cuba. También fue notable la reacción favorable de la comunidad internacional ante estos acontecimientos.

Es importante recalcar que la política de Obama estaba basada en una apreciación nada coyuntural que compartía con decenas de especialistas y asesores: la política hacia Cuba es un producto de la Guerra Fría; está desfasada; ha fracasado; y, por tanto, hay que actualizarla.

Contrario a la exagerada pretensión de que “Obama lo dio todo y no obtuvo nada”, en esta negociación el gobierno cubano no logró avances sustanciales ni mucho menos soluciones definitivas a sus dos demandas principales (levantamiento incondicional del bloqueo e inicio de una negociación para la retirada norteamericana de la Base Naval de Guantánamo).

Un factor irritante para algunos funcionarios cubanos fue que Washington tampoco accedió a eliminar algunas iniciativas que están claramente diseñadas para subvertir al gobierno cubano y que tienen sus defensores y beneficiarios en grupos de emigrados históricos en Florida. Se trata ante todo del sistema de transmisiones radiales y televisivas hacia Cuba y del financiamiento de grupos injerencistas dedicados a fomentar acciones que conduzcan a un estallido social en la Isla. Ello motivó serias aprehensiones sobre los verdaderos objetivos de la política de acercamiento de Obama, que un asesor de Biden ha calificado de “comprometimiento subversivo”.

Transcurridos los primeros 100 días, resulta incongruente y envía un mensaje ambiguo a todos los actores interesados, pero en especial al gobierno cubano, que a pesar de estos antecedentes ocurridos cuando Joe Biden fue vicepresidente, ni la Casa Blanca ni el Departamento de Estado se decidan a anunciar y ni siquiera a ofrecer un atisbo de lo que será la política de la nueva administración hacia Cuba, sobre todo porque las sanciones y medidas coercitivas de los 4 años precedentes han dejado las relaciones en el estado de mayor deterioro desde el fin de la Guerra Fría.

La administración republicana no sólo revirtió todos los avances logrados bajo los dos años de vigencia del acuerdo, paralizando los intercambios diplomáticos entre ambas capitales, sino que se dedicó de forma coactiva e implacable a imponer sanciones todavía más abarcadoras y rígidas incluso después de desencadenada la pandemia. En varios terrenos fue más lejos que las anteriores. Por ejemplo, cesó de suspender el título III de la Ley Helms Burton, que codificó las sanciones unilaterales contra Cuba. Esa suspensión fue el resultado de un acuerdo entre el Ejecutivo y el Congreso adoptado cuando Bill Clinton aceptó no vetar esa legislación en 1996 y fue aplicado desde entonces por todas las administraciones, demócratas y republicanas.

Aunque no rompió las relaciones diplomáticas, volvió a la práctica de usar la representación en Cuba para interferir agresivamente en los asuntos internos de ese país. Adicionalmente, utilizó un oscuro y aún no esclarecido incidente por alegadas afectaciones auditivas contra sus funcionarios en la Habana para reducir el personal de las embajadas y cerrar las secciones consulares, lo que impide el funcionamiento e implementación de los acuerdos migratorios entre ambos países. Finalmente, y ya en los días previos a la toma de posesión de Biden, el Departamento de Estado, volvió a incluir a Cuba en su “lista de estados promotores del terrorismo”, una acción que especialistas en el tema consideran improcedente.

Esa es la política hacia Cuba que Joe Biden heredó de su predecesor y que hasta ahora no ha modificado, si bien no la ha agudizado. Es una política similar a la de otros presidentes republicanos y está demostrado hasta la saciedad que no logra su objetivo. Por oposición tiene sobre la mesa la posibilidad de volver a la que elaboró su anterior superior que nunca pudo despegar apropiadamente.

Lo que queda claro de diferentes declaraciones públicas a nivel de los voceros de la Casa Blanca y del Departamento de Estado es que la política hacia Cuba está siendo revisada pero que no es una prioridad terminar esa revisión. Se agrega que la política resultante estará basada en principios tales como “la defensa de los derechos humanos”, y el “empoderamiento del pueblo cubano” y que “los mejores embajadores de Estados Unidos son los ciudadanos norteamericanos y cubanoamericanos”. El director de América Latina y el Caribe en el Consejo de Seguridad Nacional, Juan González, quien, ha ido un poco más lejos: ha dicho que eventualmente se volverá a cierto comprometimiento con Cuba pero que Biden no tiene la misma visión que Obama y que las condiciones han cambiado. O sea, no la sacó del laberinto incierto y confuso en que se encuentra.

Resulta paradójica está ambigüedad si se tiene en cuenta que en reiterados pronunciamientos públicos y en los debates presidenciales, el entonces candidato Joe Biden, y su compañera de fórmula, la vicepresidenta Kamala Harris, habían anunciado como un objetivo prioritario revertir las que consideraban políticas exteriores perjudiciales. Ello indujo a que muchos observadores consideraran que la vuelta al “comprometimiento para la normalización” con Cuba sería la más sencilla y menos controversial movida diplomática y serviría a Biden para mostrar al mundo la imagen de cambio en Washington.

El mensaje que está emitiendo la administración induce a pensar que hay una parálisis producto de que no se sabe qué hacer o hay conflictos a su interior. Y al no cambiar nada, permite a los críticos decir que la política de Biden es una continuación de la anterior, aunque es dudoso que esa sea la intención.

Mientras tanto, en Cuba, a pesar de los enormes desafíos que enfrenta el gobierno, se vienen materializando cambios tanto en el campo económico como en el político. Ello indica que el país no está suspendido en el tiempo esperando una nueva política norteamericana que revierta los nocivos efectos del recrudecimiento de las medidas coercitivas unilaterales de los últimos 4 años, particularmente en tiempos de pandemia.

Acaba de celebrarse el VIII Congreso del Partido Comunista de Cuba cuya hegemonía sobre el gobierno es bien conocida. El Congreso refrendó y dio un salto adelante en dos transformaciones, una económica y otra política. No son nuevas. Se vienen produciendo desde 2008–2011, pero se han acelerado recientemente.

Desde el punto de vista económico, el cónclave ratificó el proceso de reformas aprobado en el VI (2011) y VII (2016) congresos, que tienen por objetivo descentralizar la economía estatal y promover el desarrollo del sector privado. Lo ha hecho en medio de circunstancias muy difíciles a causa de la pandemia y de los retrasos en la reforma, pero en condiciones más propicias debido a que unos meses antes comenzó la unificación monetaria y de tasas de cambio, tema que bajo el nombre de “Ordenamiento” la mayor parte de los economistas consideran imprescindible. Entre los aspectos que va a tener relevancia está el fomento a las inversiones extranjeras, incluyendo en ellas las de ciudadanos cubanoamericanos, que el gobierno ha enfatizado espera impulsar.

En el plano político lo más importante ha sido la retirada definitiva de Raúl Castro del último cargo formal que ostentaba, el de Primer Secretario del Comité Central, y junto con él de otros altos dirigentes de la llamada “generación histórica”. Lo reemplazó, tal y como estaba previsto, Miguel Díaz Canel, quien ya venía desempeñándose como Jefe de Estado. Aunque es temprano para determinar una tendencia definitiva, la designación de de dirigentes más jóvenes que indudablemente responderán al nuevo líder máximo partidista; el acceso a las más altas jerarquías del PCC de personas con amplia experiencia en el sector empresarial — el Primer Ministro y el Presidente del Grupo de Administración de Empresas (GAE — el conglomerado de negocios dirigidos por militares en funciones o retirados) — hacen pensar que se impondrá una tendencia ya presente en los últimos meses: la precedencia del pragmatismo económico por delante de la rigidez ideológica.

Pero la situación económica es crítica, agudizada por varios factores: la ofensiva de medidas coercitivas unilaterales lanzada por la anterior administración norteamericana; la pandemia; errores de distinto tipo, pero sobre todo de implementación, en el proceso de reformas económicas; y la crisis venezolana.

Al grave escenario económico que ha puesto en tensión al país y se agudiza con la pandemia, se han sumado situaciones conflictivas que tienen su origen en el campo de la cultura pero que amenazan con propagarse, si los medios oficiales continúan manejándolo como hasta ahora. Tienen que ver con el surgimiento y desarrollo de dos movimientos contestatarios pero distintos, el Movimiento San Isidro y el Movimiento 27N. Ninguno de los dos constituye, al momento de escribir estas líneas, una alternativa de poder viable. Tampoco amenazan por si mismos la autoridad institucional.

Estos movimientos han tenido una exagerada caja de resonancia y estímulo en sectores de la emigración, particularmente en la ciudad de Miami, donde avanzó el trumpismo, como versión extrema del partido republicano entre expatriados cubanos recientes. El gobierno puede haber contribuido a una imagen desproporcionada de lo que representan, utilizando preferentemente métodos represivos, en algunos casos ignorando las garantías procesales contenidas en la nueva Constitución del 2019, o utilizando tácticas de linchamiento mediático extremo. Habría que añadir que se mantiene el rechazo y acoso a medios de comunicación que no son controlados por el aparato ideológico del partido, aunque esta política pudiera cambiar en un futuro a juzgar por declaraciones de más jóvenes “cuadros” inducidos a la dirección partidista en el Congreso.

Este tema está vinculado, a veces de manera artificial, con otro que tiene más importancia y que el gobierno cubano ha sido lento en atender. La necesidad de continuar ampliando los derechos y beneficios de una emigración que sigue creciendo. Ya en el 2013–2015 se produjeron sustanciales reformas y el gobierno había anunciado la convocatoria a una conferencia sobre “La Nación y su Emigración para abril del 2020”. La pandemia la impidió. La evolución de las actitudes de los emigrados recientes es de mayor hostilidad hacia el gobierno cubano y de simpatías por el presidente Trump, pero no está claro si es algo sostenible ni si ello se debe a acciones de la Habana o a una política de cobertura total que desarrolló el partido republicano durante las elecciones de noviembre del 2020.

Sin embargo, algunas organizaciones de empresarios cubanoamericanos más consolidadas en la comunidad, como el Cuba Study Group, han venido insistiendo en que debe volverse a la política de Obama. Estos llamados están teniendo un eco favorable en Cuba, pero aún no es evidente el impacto sobre la administración.

Pero la prioridad principal del gobierno cubano, como la de casi todos, es lograr la superación de la pandemia. El caso de Cuba es peculiar. Gracias a la fortaleza de su sistema de salud, aún con sus deficiencias, y del desarrollo de su industria farmacéutica y biotecnológica, no sólo ha mantenido bajos los niveles de contagio, sino que ha desarrollado 5 candidatos vacunales. Esto le permite proponerse vacunar a toda la población en un período corto de tiempo. No obstante, la vulnerabilidad de su sistema productivo representa un desafío que le urge superar y lo tendrá que hacer sea cual sea la política norteamericana.

Hay dos estrategias cubanas que pueden impactar en un sentido u otro sobre las decisiones de Biden y las dos están vinculadas entre sí. Por un lado, el liderazgo ha aprovechado el Congreso para enfatizar su respaldo al presidente Nicolás Maduro en Venezuela. Por otro, tanto antes como después del cónclave se produjeron iniciativas de acercamiento entre Cuba y Rusia. Para los especialistas no cabe ninguna duda que el concierto venezolano-cubano-ruso en plena Cuenca del Caribe es un abierto desafío geopolítico a Washington.

Por otra parte, a pesar de todas las campañas de la anterior administración, la diplomacia cubana sigue jugando al duro, como siempre lo ha hecho, para no quedar aislada, ni siquiera en el hemisferio, donde ahora prevalecen gobiernos de derechas, pero en la cual las izquierdas no han perdido vigencia. El impacto de la pandemia en América Latina y el Caribe augura que se avecinan tiempos turbulentos y en esas condiciones el conflicto entre Cuba y Estados Unidos perjudicaría las posibilidades de Washington de mejorar su imagen, muy deteriorada por el intento de Trump de reavivar la doctrina de Monroe.

Las reacciones a escala global permiten avizorar que Estados Unidos continuará siendo criticado hasta por sus aliados si no regresa a una política de comprometimiento como la de Obama.

La ambigüedad e indecisión de Biden en este caso puede hundir su política hacia Cuba todavía más en el complejo e incierto laberinto de la política doméstica, particularmente en el sur de la Florida, aunque también en Nueva Jersey, cuyo Senador Senior, el demócrata Bob Menéndez, es partidario de una política dura hacia Cuba y preside el Comité de Relaciones Exteriores del Senado. La experiencia dice que los presidentes demócratas que no actúan decisivamente y con un claro liderazgo corren el riesgo de perder la iniciativa. Siempre aparecerán en el congreso y en la Florida quienes usarán la política hacia Cuba con fines electoralistas, como hizo Donald Trump. Los que pierden en ese proceso son por lo general los auténticos intereses norteamericanos. Así lo recordó alguna vez un predecesor de Biden, Bill Clinton. La otra cara de la moneda es el manejo que le dio al asunto Barack Obama, quien ganó las elecciones y la Florida dos veces a pesar de que no ocultó su voluntad de buscar una política de comprometimiento con Cuba.

El gobierno cubano ha reiterado por boca del saliente Raúl Castro, del nuevo máximo dirigente Miguel Díaz Canel, y del Director General de Estados Unidos de la Cancillería cubana, Carlos Fernández de Cossío, que está en disposición de retornar al camino de la normalización pero que no está apurado. Corresponde a Estados Unidos dar el primer paso y tendría que comenzar por medidas tan importantes como reabrir el Consulado en la Habana y retirar a Cuba de la “lista de estados promotores del terrorismo”.

Cuando finalmente Biden decida qué hará con las agresivas medidas de Trump y qué partes de la política de Obama desea rescatar, se encontrará un nuevo interlocutor cubano en proceso de consolidación y quizás no propenso a una negociación tan exitosa como fue la de 2013–2016. Miguel Díaz Canel y sus colaboradores son más jóvenes y no querrán ser percibidos como más débiles. “Somos continuidad” es su mandato de referencia y ello podría incluir rigidez e intransigencia negociadoras.

Para usar una metáfora utilizada recientemente por el propio Raúl Castro: el tren ya está en movimiento. Si Biden se demora en salir del laberinto, puede encontrarse con una situación mucho más compleja y no necesariamente más favorable a sus objetivos.

[1] Texto escrito para el programa Toma de partido de la Fundación Friedrich Ebert (FES).

[2] La Habana, 1943. Doctor en Ciencias Históricas, Embajador retirado, Profesor Titular de la Universidad de la Habana, presidente de la Sección de Literatura Histórico Social de la Asociación de Escritores de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).

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Carlos Alzugaray

Diplomático y profesor retirado cubano. Ensayista y analista político independiente. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).